LAS CARTAS DE SAN PABLO

NOTA INTRODUCTORIA

Saulo, que después de convertido se llamó Pablo –esto es, “pequeño”–, nació en Tarso de Cilicia, tal vez en el mismo año que Jesús, aunque no lo conoció mientras vivía el Señor. Sus padres, judíos de la tribu de Benjamín (Rm. 11, 1; Fil. 3, 5), le educaron en la afición a la Ley, entregándolo a uno de los más célebres doctores, Gamaliel, en cuya escuela el fervoroso discípulo se compenetró de las doctrinas de los escribas y fariseos, cuyos ideales defendió con sincera pasión mientras ignoraba el misterio de Cristo. No contento con su formación en las disciplinas de la Ley, aprendió también el oficio de tejedor, para ganarse la vida con sus propias manos. El Libro de los “Hechos” relata cómo, durante sus viajes apostólicos, trabajaba en eso “de día y de noche”, según él mismo lo proclama varias veces como ejemplo y constancia de que no era una carga para las iglesias (véase Hch. 18, 3 y nota).

Las tradiciones humanas de su casa y su escuela, y el celo farisaico por la Ley, hicieron de Pablo un apasionado sectario, que se creía obligado a entregarse en persona a perseguir a los discípulos de Jesús. No sólo presenció activamente la lapidación de San Esteban, sino que, ardiendo de fanatismo, se encaminó a Damasco, para organizar allí la persecución contra el nombre cristiano. Mas en el camino de Damasco lo esperaba la gracia divina para convertirlo en el más fiel campeón y doctor de esa gracia que de tal modo había obrado en él. Fue Jesús mismo, el Perseguido, quien –mostrándole que era más fuerte que él– domó su celo desenfrenado y lo transformó en un instrumento sin igual para la predicación del Evangelio y la propagación del Reino de Dios como “Luz revelada a los gentiles”.

Desde Damasco fue Pablo al desierto de Arabia (Ga. 1, 17) a fin de prepararse, en la soledad, para esa misión apostólica. Volvió a Damasco, y después de haber tomado contacto en Jerusalén con el Príncipe de los Apóstoles, regresó a su patria hasta que su compañero Bernabé le condujo a Antioquía, donde tuvo oportunidad para mostrar su fervor en la causa de los gentiles y la doctrina de la Nueva Ley “del Espíritu de vida” que trajo Jesucristo para librarnos de la esclavitud de la antigua Ley. Hizo en adelante tres grandes viajes apostólicos, que su discípulo San Lucas refiere en los “Hechos” y que sirvieron de base para la conquista de todo un mundo.

Terminado el tercer viaje, fue preso y conducido a Roma, donde sin duda recobró la libertad hacia el año 63, aunque desde entonces los últimos cuatro años de su vida están en la penumbra. Según parece, viajó a España (Rm. 15, 24 y 28) e hizo otro viaje a Oriente. Murió en Roma, decapitado por los verdugos de Nerón, el año 67, en el mismo día del martirio de San Pedro. Sus restos descansan en la basílica de San Pablo en Roma.

Los escritos paulinos son exclusivamente cartas, pero de tanto valor doctrinal y tanta profundidad sobrenatural como un Evangelio. Las enseñanzas de las Epístolas a los Romanos, a los Corintios, a los Efesios, y otras, constituyen, como dice San Juan Crisóstomo, una mina inagotable de oro, a la cual hemos de acudir en todas las circunstancias de la vida, debiendo frecuentarlas mucho hasta familiarizarnos con su lenguaje, porque su lectura –como dice San Jerónimo– nos recuerda más bien el trueno que el sonido de palabras.

San Pablo nos da a través de sus cartas un inmenso conocimiento de Cristo. No un conocimiento sistemático, sino un conocimiento espiritual que es lo que importa. Él es ante todo el Doctor de la Gracia, el que trata los temas siempre actuales del pecado y la justificación, del Cuerpo Místico, de la Ley y de la libertad, de la fe y de las obras, de la carne y del espíritu, de la predestinación y de la reprobación, del Reino de Cristo y su segunda Venida. Los escritores racionalistas o judíos como Klausner, que de buena fe encuentran diferencia entre el Mensaje del Maestro y la interpretación del apóstol, no han visto bien la inmensa trascendencia del rechazo que la sinagoga hizo de Cristo, enviado ante todo “a las ovejas perdidas de Israel” (Mt. 15, 24), en el tiempo del Evangelio, y del nuevo rechazo que el pueblo judío de la dispersión hizo de la predicación apostólica que les renovaba en Cristo resucitado las promesas de los antiguos Profetas; rechazo que trajo la ruptura con Israel y acarreó el paso de la salud a la gentilidad, seguido muy pronto por la tremenda destrucción del Templo, tal como lo había anunciado el Señor (Mt. 24).

No hemos de olvidar, pues, que San Pablo fue elegido por Dios para Apóstol de los gentiles (Hch. 13, 2 y 47; 26, 17 s.; Rm. 1, 5), es decir, de nosotros, hijos de paganos, antes “separados de la sociedad de Israel, extraños a las alianzas, sin esperanza en la promesa y sin Dios en este mundo” (Ef. 2, 12), y que entramos en la salvación a causa de la incredulidad de Israel (véase Rm. 11, 11 ss.; cf. Hch. 28, 23 ss. y notas), siendo llamados al nuevo y gran misterio del Cuerpo Místico (Ef. 1, 22 s.; 3, 4-9; Col. 1, 26). De ahí que Pablo resulte también para nosotros, el grande e infalible intérprete de las Escrituras antiguas, principalmente de los Salmos y de los Profetas, citados por él a cada paso. Hay Salmos cuyo discutido significado se fija gracias a las citas que San Pablo hace de ellos; por ejemplo, el Salmo 44, del cual el apóstol nos enseña que es nada menos que el elogio lírico de Cristo triunfante, hecho por boca del divino Padre (véase Hb. 1, 8 s.). Lo mismo puede decirse de Sal. 2, 7; 109, 4, etc.

El canon contiene 14 Epístolas que llevan el nombre del gran apóstol de los gentiles, incluso la destinada a los Hebreos. Algunas otras parecen haberse perdido (1 Co. 5, 9; Col. 4, 16).

La sucesión de las Epístolas paulinas en el canon, no obedece al orden cronológico, sino más bien a la importancia y al prestigio de sus destinatarios. La de los Hebreos, como dice Chaine, si fue agregada al final de Pablo y no entre las “católicas”, fue a causa de su origen, pero ello no implica necesariamente que sea posterior a las otras.

En cuanto a las fechas y lugar de la composición de cada una, remitimos al lector a las indicaciones que damos en las notas iniciales.

FILIPENSES 1

1. La cristiandad de Filipos, ciudad principal de Macedonia, y primicias de la predicación de S. Pablo en Europa, había enviado una pequeña subvención para aliviar la vida del Apóstol durante su prisión en Roma. Conmovido por el gran cariño de sus hijos en Cristo, el Apóstol, desde lo que él llama sus cadenas por el Evangelio, les manda una carta de agradecimiento, que es, a la vez, un modelo y un testimonio de la ternura con que abrazaba a cada una de las Iglesias por él fundadas. La Epístola fue escrita en Roma hacia el año 63.

6. El día de Cristo Jesús: el día del juicio en su segunda Venida. Cf. v. 10; 3, 20; Mt. 7, 22; Rm. 2, 5; 1 Co. 3, 13; 2 Co. 1, 14, etc.

13. El Pretorio: El lugar donde el Apóstol estaba internado en un aposento, junto a los soldados de la guardia de Nerón. Allí, en Roma, no perdía ocasión para dar a conocer las maravillas de Jesucristo. Véase Hch. 28, 23 s. y notas.

17 s. La envidia se infiltra aún en las cosas santas y despierta la rivalidad entre los ministros de Dios. Aunque otros se habrían desalentado por ese triste fenómeno. S. Pablo muestra su espíritu sobrenatural prescindiendo de todo lo humano y alegrándose con tal que se predique el Evangelio de Cristo (v. 18). Cf. Mc. 9, 38; Nm. 11, 29.

22. Si me es útil vivir para que muchos se conviertan a Jesucristo, no sé a la verdad qué partido tomar, si el de vivir o el de morir. Para mí sería mucho mejor el morir, porque me uniría con Cristo; mas el permanecer en esta carne mortal es más necesario para vuestra salud y la de todos los fieles. De estas dos cosas desea la una el Apóstol ardientemente, y sufre la otra por amor a sus hermanos (S. Tomás). Véase Hb. 9, 27; 2 Co. 5, 8; 1 Ts. 5, 10; 2 Tm. 4, 6-8, de donde se deduce la inmediata visión beatífica de las almas justificadas, aun antes de la resurrección de los cuerpos, como lo definió el Concilio de Florencia.

25. Se trata de la primera prisión de S. Pablo que se acercaba a su fin y terminó con la restitución de su libertad.

29. Padecer por la causa de Cristo es una gracia, puesto que al mismo tiempo se nos da el mérito de la prueba y la capacidad para soportarla. Cf. Mt. 5, 10-12; Hch. 5, 41.

FILIPENSES 2

1 s. Este capítulo, que nos presenta el Sumo Ejemplo que hemos de imitar en nuestra conducta, empieza, como vemos, con la más florida efusión de un corazón apostólico.

3. La conducta propia de la caridad fraterna, que el Apóstol jamás deja de inculcar a los nuevos cristianos, es a los ojos de los paganos la mejor recomendación de la fe. Cf. Rm. 12, 10; Ga. 5, 26. Así lo había anunciado el Señor en Jn. 13, 35 y 17, 21.

7 s. S. Pablo nos descubre aquí la inmensa, la infinita paradoja de la humillación de Jesús, en la cual reside todo su misterio íntimo, que es de amorosa adoración a su Padre, a quien no quiso disputar ni una gota de gloria entre los hombres, como habría hecho si hubiera retenido ávidamente, como una rapiña o un botín que debiera explotar a su favor, la divinidad que el Padre comunicara a su Persona al engendrarle eternamente igual a Él. Por eso, sin perjuicio de dejar perfectamente establecida esa divinidad y esa igualdad con el Padre (Jn. 3, 13; 5, 18-23; 6, 27, 33, 40, 46, 51 y 57; 7, 29; 8, 23, 38, 42, 54 y 5 8; 10, 30; 12, 45; 14, 9-11, etc.), para lo cual el Padre mismo se encarga de darle testimonio de muchas maneras (Mt. 3, 17; 5, 17; Jn. 1, 33; 3, 35; 5, 31-37; 8, 18 y 29; 11, 46 s.; 12, 28 ss.; Lc. 22, 42 s., etc.), Jesús renuncia, en su aspecto exterior, a la igualdad con Dios, y abandona todas sus prerrogativas para no ser más que el Enviado que sólo repite las palabras que el Padre le ha dicho y las obras que le ha mandado hacer (Jn. 3, 34; 4, 26 y 34; 5, 19 y 30; 6, 38; 7, 16 y 28; 8, 26, 28 y 40; 12, 44 y 49; 15, 15; 17, 4, etc.). Y, lejos de ser “un mayordomo que se hace alabar so pretexto que redundará la gloria en favor del amo”, Él nos enseña precisamente que “quien habla por su propia cuenta, busca su propia gloria, pero quien busca la gloria del que lo envió, ése es veraz y no hay en él injusticia” (Jn. 7, 18). Y así Jesús es, tal como lo anunció Isaías, el Siervo de Yahvé, a quien alaba y adora postrado en tierra (Mt. 26, 39; Lc. 6, 12; 10, 21; 22, 42-44) y a quien llama su Dios (Jn. 20, 17, etc.), declarándolo “más grande” que Él (Jn. 14, 28 y nota); a quien sigue rogando por nosotros (Hb. 5, 7; 7, 25; 10, 12), y a quien se someterá eternamente (1 Co. 15, 28), después de haberle entregado el reino conquistado para Él (1 Co. 15, 24). Pero hay más aún, Jesús no sólo es el siervo de su Padre, que vive como un simple israelita sometido a la Ley (Rm. 15, 8) y pasando por hijo del carpintero (Mc. 6, 3), sino que, desprovisto de toda pompa de su Sumo Sacerdocio, no tiene donde reclinar su cabeza (Lc. 9, 57 s.) y declara que es el sirviente nuestro (Lc. 22, 27) y que lo será también cuando venga a recompensar a sus servidores (Lc. 12, 37). ¿Qué deducir ante tales abismos de humillación divina? Un horror instintivo a la alabanza (Jn. 5, 44 y nota), que es la característica del Anticristo (Jn. 5, 43; 2 Ts. 2, 4; Ap. 4 y 7 ss.). Porque Jesús dijo que sus discípulos no éramos más que Él (Mt. 10, 24 ss.) y que, por lo tanto, también entre nosotros, el primero debe ser el sirviente de los demás (Mt. 23, 11; 20, 26 ss., etc.). Fácil es así explicarse por qué Pablo enseña que los apóstoles están puestos como basura del mundo (1 Co. 4, 13), y por qué conservando él su trabajo manual de tejedor, lejos de todos los poderosos del mundo, ajeno a sus cuestiones temporales y perseguido de ellos por su predicación de este misterio de Cristo, puede decir a sus oyentes lo que pocos podríamos decir hoy: “Sed imitadores míos como yo soy de Cristo” (1 Co. 4, 16 y 11, 1). Ante estos datos que Dios nos muestra en la divina Escritura, quedamos debidamente habilitados para descubrir a los falsos profetas que son lobos con piel de oveja (Mt. 7, 15), y de los cuales debemos guardarnos, porque así lo dice Jesús, y a quienes Él caracteriza diciendo: “Guardaos de los escribas que se complacen en andar con largos vestidos, en ser saludados en las plazas públicas, en ocupar los primeros sitiales en la sinagoga y los primeros puestos en los convites (Mc. 12, 38-39). Cf. 3 Jn. 9.

9. S. Pablo emplea la expresión nombre en el sentido antiguo. Entre los judíos y también entre los paganos, el nombre de Dios participaba del carácter sagrado de la divinidad y era considerado como una representación de la misma.

11. Jesucristo es Señor para gloria de Dios Padre: Este pasaje, que forma el Introito en la misa del Miércoles Santo, tal como se presenta en la Vulgata (“N. S. J. C. está en la gloria de Dios Padre”) “parecería afirmar, como una gran cosa, que Jesús salvó su Alma y participa de la gloria”. Por desgracia muchos tienen esa idea de que la divina Escritura está llena de cosas aburridas a fuerza de resabidas, y toman v. g. las parábolas del Evangelio como cuentitos para niños, sin sospechar el abismo de profundidad y grandeza, de belleza y consuelo que ha puesto en ellos el divino genio de Cristo, o sea (para hablar menos humanamente y más exactamente), el Espíritu Santo. El original griego expresa el sublime misterio del amor del Padre a su Hijo, que hace que el Padre se sienta glorificado en que confesemos como Señor a Cristo, “por quien, y con quien y en quien” recibe el Padre todo honor y gloria, como se proclama en el Canon de la Misa.

12. Con temor y temblor, o sea con total desconfianza de nosotros mismos, como se ve en el v. 13. Cf. 1 Jn. 4, 18 y nota.

13. ¡El querer y el hacer! He aquí lo suficiente para que nadie pueda nunca atribuirse ningún mérito a sí mismo; y también para que nadie se desanime, puesto que aun la voluntad que nos falta puede sernos dada por la bondad de nuestro divino Padre. Es lo que expresa la oración del Domingo XII después de Pentecostés: “Dios misericordioso, de cuyo don viene el que tus fieles puedan servirte digna y provechosamente”. S. Bernardo circunscribe la cooperación humana a la siguiente fórmula: Dios obra en nosotros el pensar, el querer y el obrar. Lo primero sin nosotros. Lo segundo con nosotros. Lo tercero por medio de nosotros. Cf. Conc. Trid. Ses. 6, cap. 5.

17. S. Pablo, a ejemplo de Jesús, no solamente se desvive por sus hermanos, sino también está dispuesto a dar la vida (Jn. 10, 11; 2 Co. 12, 15; 1 Jn. 3, 16), no ya como víctima de redención, pues ya está pago el precio, sino como testimonio de Cristo y si es necesario en pro de la fe de ellos. Véase v. 30.

20. Insuperable elogio que contrasta con el tremendo versículo siguiente, propio de todos los tiempos.

23 s. El Apóstol espera ser puesto en libertad, lo que se había de cumplir muy pronto.

30. Ministerio: literalmente liturgia. Las obras de caridad hacia los amigos de Cristo ¿no son acaso un ministerio sagrado que se hace a Él mismo?

FILIPENSES 3

2. Previene a los Filipenses, como lo había hecho muchas veces (cf. v. 18) contra los judaizantes, los que, como perros, ladran por todas partes y muerden cobardemente. Mutilados llama despectivamente (cf. Lv. 21, 5; 1 R. 18, 28; Is. 15, 2) a los falsos doctores porque tenían sólo la circuncisión de la carne y no la del corazón. Véase Ga. 5, 6 y 11.

3 ss. En espíritu: S. Pablo aplica aquí –en oposición a los vv. 2 y 18 s.– la revelación fundamental de Jesús a la samaritana (Jn. 4, 23) que nos servirá como piedra de toque para distinguir entre unos y otros. El resto del pasaje contiene una importante enseñanza para la cual vemos que la confianza en Dios está en razón directa de la desconfianza en la carne, esto es, en nosotros mismos y en nuestros recursos. “Si un niñito camina en una calle obscura, de la mano de su robusto padre, y confía en la fuerza y en el amor de éste para defenderlo contra cualquiera, todo su empeño estará en no soltarse de la mano del padre y en seguir sus pasos, sin ocurrírsele la idea de llevar él también un pequeño bastón para su defensa”. Y si lo hiciera, demostraría que vacila su confianza en el padre y lo disgustaría gravemente con ello y con su presunción de valiente al empuñar ese objeto ridículo e ineficaz. Toda la Escritura y principalmente los Salmos (por ej. el 32) están llenos de textos que nos muestran que así piensa Dios, como ese padre. No se trata ciertamente de no hacer nada, sino al contrario de hacer lo que aquí enseña el gran Apóstol en su empeñosa carrera por seguir de la mano del Padre celestial, las buenas que Él nos señala con el ejemplo de su Hijo, diciéndole lo mismo que Jesús: “no como yo quiero sino como Tú”.

7. He aquí el “amor de preferencia”. La expectativa de una espléndida carrera lo alejaba de penetrar a fondo en lo más apetecible: el misterio de amor que hay en Cristo. Entonces nada le costó despreciar lo que ofrece el mundo (Ct. 8, 7).

9. No justicia mía: Concepto fundamental que, expresado ya en Rm. 10, 3 (cf. Rm. 3, 20-26), muestra que ser bueno según Dios, es decir, en el orden sobrenatural, no es serio según nos parece a nosotros (cf. Is. 1, 11; 66, 3 y notas). En efecto, el hombre busca en su amor propio la satisfacción de darse a sí mismo un [brillo] de aprobación y poder decir: soy bueno, como el fariseo del templo (Lc. 18, 11 ss.). Pero Dios enseña que nadie puede ser justo delante de Él (Sal. 142, 2 y nota), y bien se entiende esto, pues de lo contrario nada tendría que hacer el Redentor. Es una gran lección de fe que distingue fundamentalmente al cristiano del estoico. Este lo espera todo de su esfuerzo; aquél acepta a Cristo como su Salvador (Rm. 3, 20; 10, 3; Ga. 3, 1 ss.). La Biblia no enseña, pues, a poseer virtudes propias, como quien llevase en su automóvil un depósito de nafta que se acaba pronto. Ella nos enseña a conectar directamente el motor de nuestro corazón con el “surtidor” que es el Corazón de Cristo (Jn. 15, 1 ss.), el cual nos da de lo suyo (Jn. 1, 16), en porción tanto mayor cuanto más vacíos y necesitados nos encuentra, porque no vino para justos sino para pecadores (Mt. 9, 10-13). Tal nos enseña la Virgen cuando dice que el Padre “llenó de bienes a los hambrientos y dejó, a los ricos sin nada” (Lc. 1, 53). No queremos poseer virtudes, como si fuésemos dueños de ellas, porque el día que creyéramos haberlo conseguido, las pregonaríamos como el fariseo (Lc. 18, 9 ss.). Jesús quiere, que nuestra propia izquierda no sepa el bien que hacemos, como los niños, que son tanto más encantadores cuanto menos saben que lo son. Vivamos, pues, unidos a Él por la fe y el amor, y de allí surgirán entonces obras buenas de todas clases, pero no como conquistas nuestras, “para que no se gloríe ninguna carne delante de Él” (1 Co. 1, 29). Bien vemos en esto que la Sagr. Escritura no enseña a ser capitalista, poseedor de virtudes, sino a ser eterno mendigo, pues en esto se complace Dios cuando ve “la nada de su sierva”, como María (Lc. 1, 48). Por eso la Biblia suele tener tan poca acogida, porque no nos ofrece cosas como “la satisfacción del deber cumplido” ni esas otras fórmulas con que el mundo alienta nuestro orgullo so capa de virtud. Véase v. 10; 1 Co. 10, 12 y notas.

10. Conformado a la muerte Suya: La espiritualidad cristiana no busca la aniquilación de la vida sino la participación en la muerte de Cristo, que es una vida sobrenatural. Véase la doctrina del Bautismo en Rm. 6, 3-5; Col. 2, 12 y notas. “Nuestro trato con Dios es una sociedad en que el hombre pone lo malo y Él pone lo bueno. Pero, como se trata de explotar un Producto que limpia (la Sangre de Cristo), apenas entramos a ocuparnos de él sentimos que él nos ha limpiado y sigue limpiándonos constantemente. Y el Capitalista se siente feliz en su bondad, pues ¿de qué le serviría tener ese producto si nadie lo aprovechara? Él no quiere ganar nada en cambio, ni lo necesita. Sólo quiere acreditar y difundir el Producto, por amor a su Hijo admirable, a quien este Producto le costó la vida. Cf. 1, 29; 3, 9 y notas.

11. Resurrección de entre los muertos: Cf. v. 21; Jn. 6, 55; 11, 25; Hch. 4, 2; 1 Co. 15, 23 y 52; Lc. 14, 14; 20, 35; Ap. 20, 4 ss., etc. Véase la nota en Jn. 6, 39.

12 s. El hombre, mientras está en vida, jamás es perfecto. La inquietud hacia Dios nunca le deja descansar sobre lo que ha alcanzado. “Nuestro corazón está inquieto hasta que no repose en Ti” (S. Agustín). Aquello para lo cual, etc. El Apóstol alude aquí al fin que se propone en el v. 11. Para eso lo convirtió Jesús dándole pruebas de extraordinaria predilección. Aprendamos que para eso hay que olvidar lo que dejamos atrás, tanto nuestros afectos mundanos (v. 7 s.) cuanto nuestro pretendido capital de méritos (Mt. 20, 8 ss.; Lc. 17, 10), y también nuestros pecados (Lc. 7, 47 y nota).

14. Corro derecho. La vida cristiana es esencialmente progreso hacia la unión con Dios. Si no, es muerte. “Si tú dices: basta, ya estás muerto” (S. Agustín). Véase 1 Co. 9, 24; 2 Tm. 4, 7. Vocación superior: Fillion hace notar que el Apóstol usa aquí una “locución extraordinaria”, que otros traducen por superna, altísima, suprema, etc., porque es la más alta de cuantas pueden darse, ya que nos identifica con Cristo (v. 21; Ef. 1, 5 y nota). Os ilustrará Dios: El Maestro que Dios nos envió para ello es Jesucristo, y Él “no nos extravía porque es el Camino; no nos engaña porque es la Verdad” (S. Hilario). De ahí que Pablo promete así la plenitud del progreso espiritual a los que sean fieles a la luz (gran consuelo para las almas pequeñas), enseñando de paso (v. 16) que no rechacemos a los que aun no han llegado.

17. Sed conmigo imitadores: es decir, imitadores de Cristo, como lo soy yo. Cf. 2, 7 y nota; Ef. 5, 1.

18 s. Son muchos, y el Apóstol habla de ellos a menudo (cf. v. 1). Es que, aunque el tema sea triste y negativo, no puede prescindirse de él por el interés de las almas que serían engañadas (Mt. 7, 15; Jn. 2, 24 y notas).

20 s. La ciudadanía nuestra: Nuestra patria o morada (Vulg. conversación) donde habitamos espiritualmente. Véase Ef. 2, 6; Col. 3, 1 s.; Hb. 12, 22; 13, 14. Como Salvador: cf. Lc. 21, 28; Rm. 8, 23. Aquí se nos llama la atención sobre la maravillosa gloria de esta Resurrección que nos traerá Jesús, mostrándonos que la plenitud de nuestro destino eterno no se realiza con el premio que el alma recibe en la hora de la muerte (Ap. 6, 9 ss.; 1 Co. 15, 25 ss. y 51; 2 Co. cap. 5; 1 Ts. 4, 13 ss.; Col. 3, 4). Estamos aguardando al Señor: Es la inscripción que se lee en el frontispicio interior del cementerio del Norte de Buenos Aires, como palabra de dichosa esperanza puesta en boca de los muertos. Cf. Jb. 19, 25 s. y nota. Del poder de Aquel: Así también Buzy y otros, concordando con 1 Co. 15, 25; Sal. 109, 1 ss., etc. Otros vierten: “del poder con que es capaz de someterse a Sí mismo todas las cosas”.

FILIPENSES 4

1. El sentido de este v. parece ser: Puesto que sois tan amados míos, así también manteneos en el Señor como amados de Él. Es lo que dice Jesús en Jn. 15, 9: Permaneced en mi amor, o sea, como amados míos (véase allí la nota). Es mejor ver aquí esa gran lección de doctrina que nos lleva a vivir sabiéndonos muy amados de Jesús y del Padre (espiritualidad bien paulina, como vemos en Ef. 5, 1, donde se habla también de imitación, como aquí en 3, 17), antes que suponer una simple repetición del adjetivo “carísimo” al final. Bien sabemos que S. Pablo no obstante su corazón ardiente y lleno de caridad, no era nada inclinado a lo sentimental. La lección consiste, pues, en que, para facilitarnos la imitación de un modelo, sea el mismo Dios, o sea Pablo como fiel discípulo, se nos recuerda que ese modelo nos ama especialmente, pues eso nos inclina a querer ser como él. No otra cosa hace Jesús cuando nos pone por modelo a su Padre “que es bueno con los desagradecidos y malos” (Lc. 6, 35), y cuando se pone Él mismo para que lo imitemos en amar a los hermanos como Él nos amó a nosotros (Jn. 13, 34).

2. Las dos eran, según la opinión de varios expositores, diaconisas de la Iglesia de Filipos; pero vivían en discordia dando un ejemplo poco edificante. El Apóstol les recuerda la unidad de espíritu que antes predicó en 2, 2.

3. Compañero: Algunos creen que en el griego esta palabra indica un nombre propio. Clemente es tal vez aquel que más tarde fue Pontífice de la Iglesia de Roma (S. Jerónimo).

4. S. Pablo proclama la gran excelencia de la alegría, la cual en la Vulgata es llamada tesoro inexhausto de santidad (Si. 30, 23). Mas debemos evitar que esa hermosa fuerza de la alegría descienda del espíritu a la carne. ¡Cuántas veces sucede que un banquete para celebrar algo espiritual concluye con la ebriedad que nos bestializa y nos mueve al Pecado! Véase 1 Co. 11, 17 y nota.

5. El Señor está cerca, esto es, su segunda venida. Cf. 1 Co. 7, 29; Hb. 10, 37; St. 5, 8; Ap. 1, 3; 22, 7 y 10.

6. No os inquietéis: “Proviene la inquietud de un inmoderado deseo de librarse del mal que se padece o de alcanzar el bien que se espera, y con todo, la inquietud o el desasosiego es lo que más empeora el mal y aleja el bien, sucediendo lo que a los pajarillos, que al verse entre redes y lazos, se agitan y baten las alas para salir, con lo cual se enredan cada vez más y quedan presos. Por tanto, cuando quieras librarte de algún mal o alcanzar algún bien, ante todas las cosas tranquiliza tu espíritu y sosiega el entendimiento y la voluntad” (S. Francisco de Sales). La vida del que espera al Señor en “la dichosa esperanza” (Tt. 2, 13) excluye, como enseña Jesús, todo apego como el de la mujer de Lot. Cf. Lc. 18, 32.

7. Sobrepuja todo entendimiento: “Por lo mismo domina las ciegas pasiones y evita las disensiones y discordias que necesariamente brotan del ansia de tener” (Pío XI, Encíclica “Ubi arcano Dei Concilio”).

12. Véase 2 Co. 6, 10; 11, 27; 1 Co. 4, 11.

13. “Nada prueba mejor el poder del Verbo, dice S. Bernardo, que la fuerza que comunica a los que en Él esperan. El que así está apoyado en el Verbo y revestido de la virtud de lo alto no se deja abatir ni subyugar por fuerza alguna, por ningún fraude ni ningún peligroso atractivo; siempre es vencedor”. Véase 2 Co. 12, 10 y nota.

15. Cuentas de dar y recibir: Con esta expresión, tomada de la vida comercial, S. Pablo quiere indicar que los filipenses como deudores suyos le devuelven en bienes materiales lo que le deben espiritualmente por la predicación del Evangelio, y les recuerda con exquisita caridad que ellos son los compañeros de las difíciles horas iniciales (Hch. 16, 40). Cf. 2 Co. 8, 13 y nota.

19. Conforme a la riqueza suya: Cf. Sal. 50, 2 s. y nota.

22. Como se ve, el cristianismo ha penetrado ya en la casa del César, siendo probablemente servidores, soldados y cortesanos los que recibieron la fe.